domingo, noviembre 12, 2006

Cementerio El Ángel (CRÓNICA).

Directo al cementerio


La más grande necrópolis de Lima de más de 47 años de existencia. Aglomera alrededor de nichos y la cantidad va en aumento con las nuevas edificaciones que se construyen. Alberga familias de distintas clases sociales los cuales, sin “aires de grandeza”, el Día de Los Muertos y de los Santos, todos los primeros de noviembre, acuden a visitar a sus familiares que dejaron de existir y sus restos yacen en este recinto. Ha dejado de ser un día de gloria y de reencuentro a pasar a ser una fecha de comercio ambulatorio, comida al paso y los más inusuales objetos que no va acorde con el lugar ni el día: CDS, cremas, juguetes etcétera.

La llegada se hace más rápida gracias a la Vía Expresa que se construyó en la avenida Grau. Al llegar, la aglomeración de gente que invade las pistas cuatro cuadras a la redonda de las instalaciones del camposanto es lo primero que se percibe.

Las calles llenas de flores. No precisamente sembrados en jardines, sino puestos en baldes llenos de agua que pretenden dar vida y color a este día, que, por lo contrario, producen más desorden y mal olor. Las personas deben soportar el incandescente sol y, como si no fuera poco, los gritos desesperantes de los vendedores de flores que sólo les falta llevar sirena. Dan un contexto de guerra: quien grita más fuerte parece significar, es quien vende más flores.

Sólo atiné a seguir la ruta de la gente sin prestar atención a los vendedores. Era difícil evitar escuchar los alaridos que daban. De pronto, cuando quise saber en qué parte del cementerio estaba, “desperté” en medio de la multitud, entre personas que iban y venían sin destino aparente.

Estuve consternado al no saber a dónde ir y pregunté a un niño de aproximadamente doce años. De cabello erizado, con ropa sucia y cogiendo un cordel con camisetas de equipos internacionales de fútbol como el de Boca Junior, River Plate, Arsenal, Milán, entre otros.
Me acerqué a él porque, en ese momento, era el único vendedor que no hacía bulla y tenía la cara de asustado que, quizá, yo la tenía también por encontrarme en la puerta trasera del cementerio. Estaba lejos de la puerta principal. Y volví a seguir a la ruta de la gente pero esta vez decidí “perderme” por mi solo hasta que, mi punto de llegada: la puerta principal, apareciera ante mis ojos.

A la izquierda. De frente. A la derecha. Otra vez a la izquierda. Sigo de frente. No tenía ni la mínima idea de dónde me encontraba. Creo que nunca lo sabré.

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A pesar de las instrucciones de no llevar nada de valor, hice caso omiso con mi celular. Lo tenía escondido en el bolsillo secreto de mi casaca que llevaba puesto. Mala suerte la mía que ese día el sol hizo su trabajo con mucho ahínco. Me sentía como un tamal dentro de la olla a vapor como aquellos que vi en la entrada del cementerio.

En un determinado momento, como a las diez de la mañana, mi mamá, que un día después iba a llegar de viaje procedente de Bolivia para visitar a nuestros abuelos, me llamó diciendo que quería que le lleve flores a un primo que fue enterrado ahí: Milco Blas León, un policía de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DININCRI) de un metro ochenta y cinco centímetros de altura aproximadamente que cayó muerto en su faena. Sabía que él fue enterrado ahí, pero no sabía el nombre del pabellón, ni el piso.

¡A buscar se ha dicho! Total, ya le había confirmado a mi madre que lo iba a hacer en cuanto lo encontrara. “Dominico se llama el pabellón que está Milco” me indicó.
Treinta minutos después y aún estaba en la búsqueda. ¿Dónde está la calle Dominico? Le pregunte, agotado y sediento, a un joven que cargaba una escalera parada en sus hombros y sudaba más que yo. “Será pabellón. Y es Santo Domenico” me explicó señalándome a mi derecha, a siete pabellones.

Caminé hacia donde me había dirigido, dudando si me había dicho la verdad o quizá él tampoco conocía. Miré hacia arriba. “Santo Domenico” leí mostrando un gesto de satisfacción. Por fin había llegado. Ahora a buscar el nicho de Milco. Uno por uno, nicho por nicho.
Ciento treinta nichos, ciento treinta posibilidades de encontrar el de mi primo en el edificio, de uno de los lados. Por el otro, otras ciento treinta opciones. En total doscientos sesenta alternativas. Afortunadamente no tuve que leer todos los nombres de los difuntos, me bastó leer las seis primeras filas. Lo hallé. No tenía flores. Ésa era mi misión: dar vida a la bóveda a nombre de mi madre. La tía que le había criado desde los dieciséis años de edad.

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Debió haber más de cinco mil personas en todo el recinto. Caminaban despistados. Algunos sentados comiendo Pachamanca (plato típico de la sierra peruana) o Arroz con Pollo, Causa u otros platillos que, con solo ver u oler, abren el apetito a los visitantes. Los provisorios restaurantes que ocupaban grandes espacios y que impedían el paso de los transeúntes, eran el lugar idóneo para disfrutar de un momento familiar bajo sombra.
Llegaban en familias: mamá, papá y dos hijos. Pedían cinco platos, uno para el difunto, siguiendo las costumbres ancestrales de la sierra.

El desorden me produce claustrofobia. No hay nada que hacer. Supuse que todos los años, los primeros de noviembre eran así. No estaba equivocado, lo supe al día siguiente cuando le pregunté a mi madre quien visitaba a su “hijo” desde hace cinco años cada vez que venía de viaje.

No había marcha atrás. Tenía que soportar el sol y caminar por las instalaciones del cementerio para ver cómo festejaban las diferentes familias este día para recordar a los seres queridos. Los niños que vendían “agüita”, como ellos lo promocionaban, a treinta céntimos. Las botellas de plástico de gaseosas caían como anillo al dedo. Al cabo de unos minutos, estaba exhausto.

Me senté en un banco de cemento a las afueras de El Ángel. Veía a una hombre solo, al cabo de unos minutos, se encontraba con, posiblemente, su hermana, luego llegaba su madre con su padre. Se habían vuelto a reunir, no sé después de qué tiempo, pero fue un emotivo reencuentro. Abrazos y besos. Partieron a la fosa donde, seguramente, estába un familiar.

En mi paseo, un día después de La Canción Criolla, un grupo de
improvisados Mariachis de fisonomía serrana, con trompeta y
acordeón en mano, contratados por una familia para “agasajar” a su muerto, tocaba música mexicana la cual se confundía con el Huaylas que era tocado por uno de los tantos grupos musicales que se hallaba cerca. La gente rodea a los artistas, con una sonrisa en la boca y palmas. Crean un concierto al aire libre con dos tipos de cánticos que los espectadores escogen cuál les gusta más.

Individuos que aparentemente no vendían aquellos productos que mostraban. Exaltaban las ventajas de sus ungüentos para el calambre, el acné, las manchas por el sol o el embarazo. Piden a un voluntario que por lo general es un niño para revelar los beneficios y “demostrar” que la crema sí funciona y que sí vale la pena pagar esos “diez soles, no. Cinco tampoco. A solo tres soles, damas y caballeros…”, resaltaba como dando una noticia de importancia mundial el vendedor.
El “chunchito” como todos los llamaban haciendo referencia a un selvático “típico”. Éste tenía rasgos de la sierra, lo supe cuando empezó a hablar en Quechua y Aymará.
Crema de culebra ofrecía, “para los calambres y el reumatismo”, indicaba.

Los anticuchos, picarones, el ceviche y el plato “siete colores” que comprendía de chanfainita, tallarines verdes o rojos, por doquier, salían como “pan caliente”. Ningún puesto de comida estaba libre. No corrían la misma suerte los vendedores de zapatos usados, CDS, cerámicas, gorras, lentes de sol, bolsos y hasta semillas para desparasitar a los niños, entre otras cosas más.

Las técnicas que vacunaban contra la Sarampión y la Rubéola, siguiendo la campaña de salud que el Jefe de estado Alan García Pérez había aperturado, no estuvieron ausente. Éste era un día donde mucha gente, quizá aún no vacunadas, iban a llegar.
Tenían que “incentivar a las personas a que se vacunen”, me afirmó la mujer con una mirada de duda. Y, ¿Qué pasa con las personas que no quieren vacunarse?,atiné a preguntarle.“Por eso hay que tener don de convencimiento”, me respondió. Hasta que llegó la pregunta indeseada por mí: ¿tú ya te has vacunado? - “Sí, hace varios días, cuando empezó la campaña todavía”, alegué - ¿ tu tarjeta? – “estoy trabajando, hago un reportaje. No lo traje”. Me había convertido en un mentiroso, no me había vacunado y no pensaba hacerlo. Una de sus ayudantes, le avisó que había otro grupo de técnicas que estaban vacunando muy cerca de ellas. La mujer se paró y no sé cuánto se habrá demorado. Yo había huido a la probabilidad de ser vacunado.

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Por un momento pensé que hoy la muerte había tomado un día de descanso. No vi un solo entierro. Luego me enteré por una llamada que hice dos días después de mi visita a la Dirección del cementerio El Ángel, que éste había sido el primer año que se tomó la iniciativa de no aceptar entierro alguno. Pero, ¿hay espacio para uno más?, si, si lo hay. A pesar de que las fosas estén en el último piso(de arriba hacia abajo) y en el pabellón más oculto.

Tres de la tarde. Y debía volver al nicho de mi primo para poner las flores que me habían encomendado. Una vez más me perdí entre la gente. Quince minutos después, sin saber cómo había llegado, me encontré frente al pabellón donde estaba Milco.
Alguien me había ganado. Había flores. Esperé a ver si esa persona o personas regresaban para hablar con ellos, al fin y al cabo, eran familiares míos. Apoyado en una pared justo al frente de la tumba de mi primo, esperé y esperé. Nadie llegaba y me fui embargado por el hambre. Fui tentado por la comida que parecía que me llamaban a gritos a que los pruebe. Casi me hago presa por la imagen de las personas que degustaban esos “manjares”. Sólo atiné a caminar más de prisa. Tomé un taxi y errumbé a mi casa donde me esperaba un plato de Ají de Gallina.

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